Un toque de rubor

Esta mañana he sido testigo, en el vagón de tren que me lleva al trabajo, de un espectáculo excepcional, en primera fila y de balde: cuando más cerca estaba yo de tirar de la gruesa manta zamorana que abriga los secretos del libro que leo, uno más enigmático e insólito centró toda mi atención.

La persona que ocupaba el asiento situado enfrente de mi, cuya presencia, sexo y apariencia exterior me habían pasado inadvertidos hasta ese momento, extrajo de una bolsa que mantenía oculta
entre sus tobillos, un neceser del que emergieron utensilios y aparejos de cuya existencia y utilidad debo confesarme desconocedor y los situó en fila india en una carpeta que apoyó sobre sus rodillas.

Viendo yo el impresionante arsenal desplegado, en un primer momento supuse que sus intenciones no eran otras que viviseccionar a uno de los muchos vendedores de clinex, flautistas, ex convictos en proceso de reinserción, corales amateurs, cantautores venidos a menos si es que alguna vez llegaron a más, grupos de acordeonistas rumanos sin oso y todo tipo de pedigüeños a cual más imaginativo que nos hacen más entretenido el viaje. Pero cual no sería mi sorpresa – y porqué no decirlo, mi decepción – cuando comprobé que su propósito no era otro que maquillarse.


Mis escasas nociones sobre dicha materia me impiden ser explícito a la hora de enumerar con precisión las diferentes fases por las pasó su rostro antes de convertirse, pensaba yo, en el payaso listo de los hermanos Tonetti, sólo les diré que sus aterradoras muecas se han quedado grabadas en mi cerebro, convirtiéndome en miembro de ese grupo numeroso de personas que han sufrido algún tipo de desorden post-traumático y se ven invadidas, cuando menos se los esperan, por recuerdos terribles de hechos que sucedieron en el pasado. Se abría, - me dicen los psicólogos que me viene bien contarlo- contra natura un ojo (el otro permanecía cerrado para no ser testigo del terrible trance por el que pasaba su gemelo) tironeando con un dedo del párpado inferior mientras con la mano que aún mantenía libre, empuñaba un lápiz para elfos y hacía lo imposible por pintarse la raya. Durante todo este proceso, aún no entiendo la razón, permaneció con la boca abierta como si un hilo invisible conectase el ojo que permanecía cerrado con su labio superior.

Los frenazos traicioneros con los que los entrañables conductores de Renfe Cercanías nos revuelven el estómago cada mañana, no colaboraban en absoluto en el éxito de la operación, temiéndome yo que en cualquier momento se sacara un ojo y se viera incapacitada para pintarse el otro o peor aún, que acabase con un aspecto similar al de Marujita Díaz. Ninguno de mis temores se hicieron realidad y he de reconocer que cuando acabó, sus facciones rozaban la divinidad.

A la vista de tan espléndido resultado, he decidido afeitarme lunes y miércoles en el vagón, los martes cortarme las uñas, los jueves – no olvidar meter un barreño en mi mochila - sumergir mis pies en agua tibia con sal, y los viernes, para eliminar la placa que se aloja en los espacios interdentales, hilito dental. Y si son aventureros y/o hippies, desde aquí les animo a teñirse raíces, desparasitarse y depilarse las ingles en sus trayectos de Cercanías, ganarán tiempo y mejorarán su vida en pareja.

jueves, 27 de mayo de 2010 en 14:11

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