Cercanías (2)

Veo que estoy entre valientes legionarios, eso me gusta. Sigamos.

Si son ustedes aficionados a las películas del Oeste y recuerdan las escenas en las que cincuenta cabezas de ganado (el resto del cuerpo iba detrás) son introducidas por una rampa en un vagón de tren para ser transportadas y posteriormente sacrificadas en las lejanas tierras de Alaska, no les costará hacerse una idea de las penurias por las que pasamos los señores viajeros. Con la indiferencia propia del carácter bovino, somos apretujados hasta el punto de llegar a no diferenciar tu brazo de un brazo que te ha crecido paralelo a los que ya tenías y que no te pertenece, del mismo modo que no es tuya la axila que tienes a pocos centímetros de tu nariz, ni el periódico gratuito que te han puesto de babero, ni la erección inesperada que tu celebrabas con entusiasmo, ni el recopilatorio del músico argelino Takfarinas que se ha instalado en tus oídos contra tu voluntad.

Ya nada te pertenece, las fuerzas de cohesión que mantenían unidas las partículas de tu cuerpo pasan de un estado de agregación a otro y en pleno éxtasis científico otro fenómeno se produce: algunos sólidos pueden contraerse, conforme la temperatura aumenta, dando lugar a que otros sólidos que esperan en los andenes la llegada del tren que ya va atiborrado se sientan capaces de introducirse en un espacio que ya ha sido ocupado, empujando de culo y mostrándose, por una parte, insensibles a la oleada de insultos recibidos y por otra, doloridos ante los bastonazos propinados por un grupo de jubilados violentos, tengo pendiente aclarar si éstos ya abrazaban la violencia antes de subirse al vagón o el hecho de no haber podido sentarse les ha convertido en feroces samuráis.

De repente, dejaron de funcionar mis órganos (exactamente no puedo afirmar cuales) y sin previo aviso, alguien, cuando ya pensaba yo que peor no podían ir las cosas, comenzó a explicarnos a todos vía telefónica cómo preparar unos callos a la madrileña para cuatro personas haciendo malvado hincapié en expresiones como morros, manita de ternera y morcilla asturiana picadita.

Así, tal y como lo cuento, sin excederme ni un milímetro, sucedió todo. Mis células que aún se mantenían con vida quedaron abandonadas a su suerte y si bien se me podía considerar clínicamente muerto, no desentonaba con la mayoría de los viajeros que compartían conmigo vagón. Finalmente, mi cerebro bloqueó el extremo dolor que yo sentía mediante el desmayo y esto hizo que me pasara de estación. Un desastre.

miércoles, 23 de junio de 2010 en 13:43

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